EMILY NASRALLAH
ISBN: 978-84-943932-1-1
PRECIO: 11,54 €
Cuando llega septiembre, noveno mes del año, pasan sobre nuestra aldea extensas bandadas de grandes pájaros conocidos por los lugareños como «los pájaros de septiembre».
Los aldeanos observan el cielo cubierto por las primeras nubes y se sobrecogen de emoción al ver las aves migratorias. Saben que su paso marca el cambio de estación y que el frío está a las puertas.
Un anciano se detiene en medio del camino, se apoya fatigado en un bastón de roble, se atusa el bigote y evoca un viejo sueño mientras lanza a los pájaros una mirada suplicante.
Una mujer se seca las manos en la falda, se quita la pañoleta de la cabeza e, inmediatamente, se la anuda de nuevo y despide a los pájaros con tiernas miradas.
Los jóvenes toman las escopetas de caza, se apuestan en los oteros próximos a la aldea y acechan a los pájaros viajeros para cazar alguno.
Los chavales corren descalzos persiguiendo las sombras proyectadas en el suelo, tiran piedras con hondas a los pájaros, y los insultan si no aciertan.
Las muchachas tienen un afecto especial por las aves migratorias y las miran portando mil ruegos y mil preguntas en los ojos.
Entre los tres y diez días que dura el paso continuo, los aldeanos comentan las noticias de los pájaros viajeros con una emoción que rompe la rutina y da color a la vida.
Las bandadas se dirigen hacia las costas del sur en busca del calor; huyen de los estragos del frío en las regiones norteñas, de las tormentas de nieve, de la penuria de la tierra recorriendo cada año desde tiempos inmemoriales la misma ruta que sus padres y abuelos.
El sabor del exilio inunda el aire de la aldea por unos días, anida en los desvanes, en las lumbreras de los tejados, en los olivos y encinas, en las lágrimas vertidas y en los desalentados gemidos que exhalan los pechos de las madres.
Parece que los pájaros fueran conscientes de la nostalgia que inspira su paso y la proyectasen con sus sombras sobre los tejados y las calles. Así continúan el vuelo en silencio, un silencio triste que aletea sobre la aldea, que se traslada a ella y la somete a una terrible calma.
La aldea siente un afecto especial por los pájaros de septiembre. Su partida le recuerda a los pájaros viajeros pequeños, medianos y grandes que se cobijaron en la aldea y, después, batieron las alas para ir muy lejos.
Los aldeanos no prestan atención al regreso de los pájaros en los albores de la primavera porque sus bandadas se dispersan: unos se quedan en el calor del sur y establecen allí su residencia, otros vuelven solos sin compañeros y otros muchos se rompen las alas en las tormentas que los acosan durante el viaje y los arrojan contra las rocas.
Así, el sabor amargo del exilio se instala en el paladar de los aldeanos. La alegría del reencuentro desaparece en el lamento de la despedida y la tristeza de un llanto a raudales anega las escasas lágrimas de alegría que se vierten en las bodas. Los aldeanos miran impotentes a su alrededor y vierten su resentimiento contra la apacible aldea que no puede evitar la incesante emigración de sus gentes generación tras generación, igual que no puede impedir el tránsito de los pájaros de septiembre por su cielo.
La aldea cría a los campesinos sin saberlo, fija sus destinos sin quererlo, dispersa sus almas como el viento separa el grano de la paja en las eras y les planta en la frente una impronta imborrable que llevarán como una marca del destino. Caminan por el mundo, por todas las vegas del mundo, vagabundos, en busca de un tesoro perdido que llevan enterrado en lo más profundo de sus corazones.
Sienten que hay una fuerza, a la que no se pueden oponer, que los dispersa por todos los rincones del universo y dan vueltas como vagabundos en busca de sí mismos y del tesoro perdido.
Todos los años, los que se quedan miran el cielo, observan las nubes plomizas, las primeras del otoño, y continúan contando los pájaros viajeros.
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