ENSAYOS SOBRE LA APARICIÓN 2
GEORGES DIDI-HUBERMAN
ISBN: 9788494367274
PRECIO: 24,04 €
“Para pintar esta mariposa”, escribe Vincent a Theo, “tendría que
matarla”. Aparece y desaparece. Palpita y erra. Va fatalmente hacia la
llama. Tus ojos abiertos son la red que no podrá cazarla, jamás.
Pedrería viva, forma móvil, movimiento entrecortado. Primero larva
humillada en su cruz, luego crisálida-ninfa arropada en el lienzo de su
sepulcro; finalmente, imago resucitada. Su mimetismo es una
calamidad; su lujo, una hendidura en la función. Disuelta como el
viento, la bruma o la tormenta en una pintura de William Turner. Agujero
hacia adelante, resplandor y suplicio de lo dislocado; próxima y
ausente como una miniatura, o la huella de un rostro en la santa sábana.
La falena vuelve de tu infancia antigua, nace de tu tristeza laboriosa,
alza tu vista. Difumina tus párpados para contemplarte. Desoscurece el
límite. “La historia del arte es una historia de fantasmas para
mayores”, escribe Aby Warburg. Arma su atlas mental en el asilo, rompe
la imagen-síntesis, se acuna en la imagen-estela luminosa, en una
epidemia imprevisible de semejanzas, imposibles de atar en la cronología
y asfixiar en la nomenclatura. “Aperturas opacas”, escribe Blanchot. En
Pompeya, los trozos de ceniza negra atesoran una impronta. La lava
endurecida del volcán entierra y guarda. Este es un libro sobre la
potencia terrible de la cera, el yeso, la grisalla, el sitio imposible
donde la imagen quema. Sobre Rilke temblando en sus cuadernos. Sobre el
papel como un polen de carne.
En este segundo y último volumen de sus Ensayos sobre la aparición,
Georges Didi-Huberman traza las líneas hacia una teoría crítica de la
imagen, desde las pinturas rupestres a las instalaciones contemporáneas.
Recoge lo menor, detecta síntomas. Busca, como un arqueólogo, las
señales de lo que sobrevive entre nosotros.
ENTREVISTA CON SERGE TOUBIANA
SERGE DANEY
ISBN: 9788494367281
PRECIO: 19,23 €
Supo que el cine era el lugar del padre muerto. Fue un niño pobre y supo
que los pobres eran los pequeños, los que se arreglan solos y se educan
a sí mismos, los que agradecen estar en este mundo. El mundo, que no es
la sociedad ni la cultura, que es la hormiga en la hierba y el muro
carcomido por el sol, lo fascinaba. No creyó en ningún paraíso prometido
sino en el tiempo presente. No tuvo ninguna posesión, excepto esos
placeres sencillos y no acumulables, esas alegrías simples, que son el
escudo y el lujo de los huérfanos. No sabía calcular ni proyectar, armar
estrategias, desear el lugar del otro. Porque lo hipnotizaba la
singularidad de la experiencia. Todo lo que uno vive, solo lo vive uno y
es ese su tesoro, inalienable. Le fueron concedidos treinta años de
vida activa, los treinta años del cine moderno que trazan el arco desde
Roma, ciudad abierta hasta el asesinato de Pasolini. Se sumergió en la
imagen y miró, con todas sus fuerzas miró, su forma. Porque “la forma es
deseo, el fondo no es más que la tela cuando ya no estamos ahí”. Desde
su margen ignífugo, resistió la academia y la sociedad del espectáculo.
Vivió la trampa y el desastre de su generación y debatió con sus propias
convicciones, porque el fascismo es imperdonable. Amor u odio no eran
una opción: se trata de hacer el bien, sin esperar compensaciones. La
enfermedad arrasó su cuerpo. Los huesos estaban marcados; las cartas,
también. Aunó una extraordinaria lucidez teórica con el despliegue de
una ternura desarmante. Rarísima combinación. Adoraba los nombres de las
cosas. Diremos el suyo, cubierto por la arena, para estar menos solos.
Serge Daney.
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